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Para Wieland, cosmopolita declarado, la libertad de prensa era una de nuestras más grandes riquezas, sin la cual no hubiera sido posible la fundación de nuestra cultura contemporánea. Hoy disfrutamos la normalidad del flujo e intercambio de información a través de muchos más medios que sólo la prensa o los periódicos.

En algunos países, sin embargo, las fuentes no sólo están manipuladas, sino que, en los peores casos, han sido cortadas.

Esta lectura tiene que hacernos reflexionar sobre cuán valiosa es nuestra libertad y cuánto peligro corre. No son sólo los escritores (en el más amplio sentido) los responsables de ofrecernos información de manera fidedigna, sino que también cada ciudadano libre e informado debe hacer valer su derecho a la verdad para preservar este bien cultural.

Como fundador de „El Mercurio alemán“, Christoph Martin Wieland escribió estos textos entre 1785 y 1788, pero teniendo en consideración los medios globales actuales y los desarrollos políticos han cobrado nueva relevancia y actualidad.

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Ricardo Ruiz León

El misterio de la Orden de los Cosmopolitas y sobre los derechos y responsabilidades de los escritores.

Wieland

Cierto es que únicamente soy un individuo, un insignificante ciudadano del orbe, y que en las piezas de repertorio tragicómicas o cómico-trágicas representadas en el escenario del mundo no interpreto un gran papel, ni siquiera uno pequeño.

Sin embargo, también tengo el honor de ser humano y, como tal, me veo forzado a tomar parte en todos los asuntos humanos, sea en mayor o en menor medida; por lo tanto, no he podido evitar convertirme en uno de los espectadores más atentos y fervientes del interesantísimo y, en cierta manera, único gran drama desde que se levantó el telón. 

En virtud de la pertenencia a la orden de la cual soy miembro, considero que tanto los derechos como los deberes de la humanidad se refieren a uno y el mismo concepto.

La naturaleza ―dice el cosmopolita― ha dotado a cada persona de las aptitudes necesarias para que se convierta en lo que debe ser, y el devenir de las cosas la coloca en circunstancias que son favorables o adversas a su desarrollo; pero la formación y el perfeccionamiento de dichas aptitudes se las confió al mismo ser humano. De él depende corregir lo que la naturaleza le ha dado defectuoso o remediar incluso sus carencias y convertir sus aptitudes en destrezas.

Esto es por su interés propio, pues no puede haber asunto más apremiante que esforzarse por llegar lo más cerca de la perfección en su especie, la cual, en cierto sentido, no conoce límites.  

Dado que su plan de vida no depende sólo de él, dado que debe estar preparado para cualquier uso que el Supremo Gobernante del mundo quiera hacer de él, la primera obligación del ser humano es desarrollar al máximo sus capacidades. Tener un alto grado de desarrollo en lo que se refiere a estas capacidades es lo que los cosmopolitas llaman “virtud”, en tanto que esto se logra a través de la práctica, la diligencia, el esfuerzo y la perseverancia. El ideal de dicha virtud es la medida con la cual se determina el valor de cada individuo. De lo dicho hasta este punto se concluye que hay una diferencia entre habitante del mundo y ciudadano del mundo.

La primera categoría se aplica no solamente a los seres humanos sino a todas las especies animales que se encuentran debajo en la escala natural. Pero “ciudadano del mundo”, en el sentido más noble y estricto de estas palabras, sólo se le puede llamar a aquel que en completo acuerdo con la naturaleza ha depurado sus principios y convicciones dominantes.

Uno de los principios fundamentales de su hermandad es el siguiente: que en el orden moral de las cosas, todo desarrollo, todo progreso, todo avance hacia la perfección tiene que ser preparado y llevado a cabo a través de un movimiento, una nutrición y un desarrollo naturales, los cuales en todo momento deben ser sutiles e imperceptibles. Todas las súbitas alteraciones del equilibrio de fuerzas, todos los medios violentos para obtener rápidamente lo que según el curso acostumbrado de la naturaleza sólo se desarrolla tras largo tiempo, todas las acciones que resultan demasiado severas e impiden calcular la cantidad de energía precisa e indispensable para producirlo, siempre corren el riesgo de hacer más de lo necesario; en pocas palabras, todos los efectos tumultuosos de las pasiones dirigidas por un tipo de ideas unilaterales y exigencias desmesuradas, a pesar de que al final puedan generar algo constructivo, destruyen al mismo tiempo mucho de lo bueno y la mayoría de las veces causan grandes males en la búsqueda de grandes bienes.

A pesar de aprobar con la mejor voluntad del mundo todo lo que es bueno, el cosmopolita no siempre puede corear y aplaudir las acciones y regulaciones del jefe de Estado; sabe de sus debilidades, sus defectos, sus errores, su falta de consecuencia, etcétera, y los censura seriamente; para ser breve: aunque conozca bien todas las deficiencias, las grandes y las pequeñas, de la constitución, de la legislación, de la policía, de la economía y de toda la administración gubernamental (quizás también conozca los medios para corregir estas deficiencias) y no desee nada con más avidez que verlas corregidas, podemos estar seguros de que nunca, bajo ningún pretexto egoísta ni patriótico, perturbará la paz pública ni buscará mejora alguna a través de medios violentos y contrarios a la ley.

Un cosmopolita jamás ha participado intencionalmente en una conspiración o un motín, nunca ha incitado a una guerra civil ni ha consentido estos o similares medios para mejorar el mundo, mucho menos los ha recomendado ni se ha propuesto justificarlos públicamente. El cosmopolita, en virtud de los deberes esenciales de la orden a la que pertenece, siempre es un ciudadano pacífico, aun cuando no pueda estar conforme con el estado presente de los asuntos comunales.

El cosmopolita acata todas las leyes del Estado en el que vive, porque a él ―en su calidad de ciudadano del mundo― la sabiduría, justicia y utilidad pública de tal legislación le resultan evidentes  y por necesidad se somete a las del resto del mundo.

Desea el bienestar de su nación y, de la misma manera, desea el de todas las demás; es incapaz de querer la prosperidad, la gloria y la grandeza de su patria si éstas se obtienen mediante la explotación y opresión de otros Estados. Los cosmopolitas no le asignan al ser humano el rol protagónico en el escenario universal, ni consideran su existencia producto de un insignificante juego del azar, un sueño sin finalidad, sin sentido ni coherencia; los cosmopolitas se mantienen a igual distancia de ambos extremos. Están convencidos de las ventajas de la Razón, de que el ser humano, no obstante su aparente pequeñez, no es sólo materia viviente organizada, de que no es una ciega herramienta de poderes extraños sino un ser dotado de pensamiento y voluntad que, en sí mismo, es un poder activo.

La resistencia es, de hecho, uno de los deberes de su orden, pero solamente en tanto que ésta se dé por medios legales. Además, las únicas armas que pueden empuñar los cosmopolitas son las armas de la Razón; en esta clase de contiendas muestran un enorme entendimiento, sagacidad, franqueza y tenacidad, tanto a la ofensiva como a la defensiva.

Y cuando han hecho todo lo que han podido, lo único que han hecho es cumplir con su deber de cosmopolitas. Sin embargo, retroceden tan pronto como ven a las ardientes cabezas, quienes se colocan en la vanguardia de los más sensatos y oprimidos, tomar aquellos caminos que necesariamente conducen a violentas sacudidas del Estado; retroceden tan pronto como se dan cuenta de que las mejoras deseadas habrán de costar más de lo que quizás valen y que lo pagarán con la felicidad doméstica, con el bienestar y las vidas de cientos de miles. Y cuando la voz de la Razón, que dicta la medida de todas las cosas, deja de ser escuchada, ellos prefieren renunciar a toda acción antes de correr el riesgo de causar daño sin quererlo; no vuelven a realizar ninguna actividad sino hasta que haya llegado el tiempo de reconstruir según un mejor plan lo que ha tenido que ser reducido a escombros bajo los salvajes movimientos del fanático espíritu faccioso y de la guerra encarnizada por el poder arbitrario, todo lo cual ha ofendido a la humanidad que busca venganza y liberación.

Los cosmopolitas son llamados ciudadanos del mundo en el sentido más propio y eminente. Esto es así porque consideran a todos los pueblos de la esfera terrestre como ramas de una misma familia, y al universo como a un Estado del que son ciudadanos junto a otros innumerables seres razonables. Es necesario que cada uno de ellos se ocupe, según su manera particular, de su prosperidad personal para favorecer la perfección de todo el conjunto bajo las leyes generales de la naturaleza. Todo el secreto estriba en cierta afinidad y simpatía natural que se expresa a lo largo y ancho del universo entre seres bastante similares, y en el vínculo espiritual que une la verdad, la bondad y la pureza del corazón de la gente noble. No conozco vínculo más fuerte para constituir una comunidad que sobrepase a cualquier otra sociedad humana en orden y armonía. 

“El propósito de la orden es reducir la suma de los males que oprimen a la humanidad, en la medida en que esto sea posible sin causar daño, para aumentar la suma de los bienes hasta su máxima capacidad”.

Los cosmopolitas sostienen que sólo hay una forma de gobierno en contra de la cual no hay nada que objetar, esta es el gobierno de la Razón.

Consiste en lo siguiente: un pueblo razonable gobernado por representantes razonables bajo leyes razonables.

Apenas es necesario recordar que la palabra “razonable” se toma aquí en su sentido primigenio, el cual designa la actividad real de la Razón y el ejercicio total de su dominio sobre la parte animal de la naturaleza humana.

En los tiempos remotos, los que con justicia son llamados “infancia del mundo”, la Razón operaba casi siempre como mero instinto. Los seres humanos ―siendo aún niños en términos de experiencias―, sensuales, vivaces, despreocupados e inquietos, sólo se interesaban por el momento presente y tal como lo hacen los niños no pensaban en el futuro ni en las consecuencias del presente, que aunque son lentas también son naturales. Sólo algunos de los pueblos de los tiempos más antiguos sabían apreciar el valor de la libertad, muy pocos sabían compaginar la libertad con el orden cívico y el arte de la guerra con el arte de la paz. 

De las causas conocidas resultaron efectos igual de conocidos: a pesar del rápido progreso de la cultura en las ciencias y artes particulares, las cuales resultan de la ingeniosidad, de la actividad, del trabajo duro y persistente y el celo competitivo, el arte supremo de todos los artes, el arte majestuoso de asegurar la felicidad de los pueblos mediante la legislación y la regulación estatal, fue el que más se rezagó.

Aún hoy en día la parte más bella y grande de Europa se encuentra bajo una presión que asfixia las fuerzas más nobles de la humanidad. Perviven los vestigios de una constitución bárbara, de la ignorancia y de los errores de un milenio crudo y tenebroso. En algunos de nuestros poderosos reinos aún no se resuelve el problema de la potestad del trono, sus derechos aún no han sido equilibrados ni determinados de acuerdo con la ley fundamental de todas las sociedades humanas. Aún hay Estados en los que la fuente de la que emanan las leyes no es la Razón y el sentido común, sino un entendimiento estúpido y la voluntad caprichosa de un individuo o de los pocos que han sabido apoderarse de la autoridad.

“Lo peor es que nosotros podemos escribir hasta la muerte sin que por eso haya en el mundo ni un sólo villano menos”.

En la mayoría de los países lo que se suele llamar “administración de justicia” ha sido profanado por leyes bárbaras que son incoherentes o se adaptan mal a su época y sus condiciones. En muchos Estados nada es más incierto que la salvaguardia de la propiedad privada, del honor, de la libertad y la vida de los ciudadanos.

¡Y todo esto en Europa!

En un siglo en el que el arte, la ciencia, el buen gusto, la Ilustración y el refinamiento en relativamente poco tiempo han alcanzado alturas desde las cuales las centurias precedentes se contemplan con una especie de vértigo.

Pero también en estos ámbitos tan importantes y, por suerte, tan esenciales, parece (si nuestra confianza no se engaña) que las condiciones presentes de Europa se acercan a una revolución benéfica.

Una revolución que no se llevará a cabo con indignaciones arbitrarias ni guerra civil, sino con una determinación tranquila, inquebrantable, encaminada hacia una resistencia acorde al deber; no con los perniciosos combates de pasión contra pasión, de violencia contra violencia, sino con la superioridad dulce, persuasiva y finalmente irresistible de la Razón. En pocas palabras, una revolución que, sin inundar a Europa de sangre humana ni exponerla a ser devorada por el fuego, consistirá en la obra benéfica de educar a la gente en lo que respecta a sus verdaderos intereses, a sus derechos y obligaciones, al objetivo de su existencia y el único medio por el cual puede éste obtenerse de manera segura e infalible.

De lo dicho anteriormente resulta que los cosmopolitas consideran la forma de gobierno actual como un mero armazón para edificar el “templo de la felicidad común”,  para el cual, en cierto sentido, todos los siglos anteriores han contribuido.

Pero el despotismo, según su concepción, es una forma de gobierno propia de la barbarie, que para poder subsistir precisa de condiciones y circunstancias que en la Europa ilustrada ya no son concebibles.

El despotismo siempre ha sido desconocido en esta parte del mundo, incluso en los tiempos anteriores a la cultura y la Ilustración. Durante milenios la libertad fue el elemento natural de sus ciudadanos, tanto de los educados como de los más toscos.

En contra de la eterna ley de la Razón, en contra de los derechos esenciales de la humanidad, no sirve ninguna renuncia, ninguna prescripción, y no debe dejarse pasar ninguna oportunidad para hacerlos valer o hablar por ellos. Todos los fundadores de los reinos europeos de la actualidad fueron líderes de hombres libres.

Lo primero que los seres humanos deben exigir, sin importar bajo qué forma de gobierno vivan, y lo que sólo un tirano ilustrado podría rebatirles es: ser humanos, y mientras sean esclavos no pueden ser humanos.  

Dado que una constitución más apegada a la Razón y el gobierno de los pueblos mismos se aproxima con paso lento aunque firme, lo único que se puede hacer para acelerarlo es tener la mayor cultura posible de la Razón, la mayor propagación de verdades fundamentales, la mayor publicidad asequible de todos los hechos, observaciones, descubrimientos, investigaciones, propuestas de mejora o advertencias de daños, cuya publicación pueda ser útil a sociedades, Estados o al género humano en su conjunto.

Los cosmopolitas consideran la libertad de prensa, sin la cual nada de esto puede lograrse, el verdadero Paladión de la humanidad, de cuya conservación depende toda la esperanza de un futuro mejor, y cuya pérdida, en cambio, entrañaría una larga y terrible serie de calamidades imprevisibles.  

Existe una gran cantidad de escritos en los que la gente de mundo se dirige a sus amigos por medio de cartas, o más bien, al gran público, para el que mandan imprimir libros. En ellos relatan sus observaciones o la información reunida en sus viajes y travesías. Dado que hay un creciente deseo de leer este tipo de escritos ―naturalmente, también se ha incrementado el número de los escritores viajeros y expedicionarios que escriben cartas― a algunos les gustaría disponer de una escala con la cual poder medir las capacidades de tales escritores y determinar el límite de su libertad para hacer públicas sus observaciones, noticias y opiniones.

Esta escala me parece estar contenida en la siguiente lista de verdades. Con toda confianza las entrego como verdades, no sólo porque yo mismo esté convencido de ellas, sino porque creo que también les resultarán evidentes a todos los que tengan una cabeza medianamente capaz de ser iluminada por la verdad. 

La libertad de prensa es un asunto de interés y preocupación para todo el género humano.

A ella debemos agradecer el nivel presente de cultura e iluminación que han alcanzado la mayor parte de los pueblos europeos. Si nos roban esta libertad, la luz que ahora nos regocija pronto volverá a desaparecer. La ignorancia pronto volverá a degenerar en estupidez y la estupidez sucumbirá ante la superstición y el despotismo. Los pueblos volverán a hundirse en la barbarie de los siglos más oscuros. Aquellos que tengan la audacia de hablar con la verdad, cuyo ocultamiento es el objetivo de los opresores de la humanidad, serán tachados de herejes y sediciosos y serán castigados como criminales.  

La libertad de prensa es un derecho de los escritores sólo porque es un derecho de las naciones cultivadas.

Y es un derecho sólo porque los seres humanos, en tanto que son seres razonables, no tienen un interés más importante que el conocimiento verdadero de todo lo que de una u otra manera pueda contribuir a acrecentar su perfección.

Las ciencias, que son para el entendimiento humano lo que la luz para nuestros ojos, no pueden ni deben ser restringidas por ningún otro límite más que los que la misma naturaleza ha impuesto.

La más necesaria y útil de todas las ciencias, aquella en la que están incluidas todas las demás, es la ciencia del ser humano.

¡El objeto de estudio de la humanidad es la humanidad misma!

Es una tarea en la que habremos de trabajar durante siglos para consumarla completa y claramente. Cultivarla, promoverla, progresar cada vez más en ella es el objeto del estudio de la humanidad.

Para poder extraer todo el potencial humano es necesario saber qué es realmente y qué ha logrado realmente.

Para mejorar sus condiciones y enmendar sus defectos lo primero que debemos saber es qué le hace falta y qué provoca esta carencia.

El conocimiento de la humanidad es fundamentalmente histórico.

La historia de los pueblos, según sus características pasadas y presentes, está ligado a los hechos y eventos que los definen y su interrelación, cómo el efecto o éxito de uno puede causar o desencadenar lo otro.

La filosofía de la historia humana no es otra cosa que la representación de lo que le ocurre y sigue ocurriendo a los seres humanos. La representación de un hecho siempre continuo al que sólo se puede llegar si abrimos los ojos y observamos, y si aquellos que han tenido más oportunidades de observar lo que hay que observar comunican sus observaciones a los demás.

Desde este punto de vista han de ser juzgadas todas las contribuciones que han sido hechas en el campo de la geografía y la antropología o conocimiento humano por hombres razonables y experimentados, viajeros por mar y tierra, caminantes, por eruditos o iletrados (pues también los iletrados pueden tener espíritu de observación y con frecuencia miran con ojos más sanos que los de académicos profesionales). Desde este punto de vista se reconoce su importancia y la necesidad que tiene el género humano, cada pueblo, cada Estado y cada individuo, de que muchas de tales contribuciones sean registradas en revistas generales del conocimiento humano.

Un testigo puede ver mal sin que su voluntad sea la culpable.

Puede estar mal informado quien repite sin más lo que dice otro a quien considera digno de confianza. El observador más atento y perspicaz, como todos los seres humanos, está sometido a la posibilidad de un error y puede ignorar circunstancias importantes. Apenas es posible estar totalmente libre de imprecisiones en los textos donde se describen históricamente pueblos, Estados, costumbres de una época y cosas similares, incluso aunque se tenga la intención más pura de decir la verdad. También es posible que alguien observe y juzgue incorrectamente, ya sea por inexperiencia o a causa de ideas e inclinaciones oscuras. Pero sería absurdo concluir por ello que no deben publicarse los escritos que son o pueden ser útiles al mundo.

Lo que se deriva de esto es lo siguiente: cualquiera que crea saber más del asunto, que crea haber descubierto los errores de un escritor y estar en posición de corregirlos, no sólo tiene el poder, sino también una especie de obligación de hacerlo para así servir al mundo. 

Para cada gran nación ―y especialmente para la nuestra, pues su cuerpo estatal se constituyó de tantas y tan disímiles partes, más por azar que de acuerdo a un plan― es de particular incumbencia conocer tan bien como sea posible sus condiciones presentes.

Incluso la contribución más modesta cumple un objetivo e irradia su propia luz en cualquier materia, sea economía del Estado, la policía, la constitución civil y militar, religión, moral, educación pública, ciencias y artes, industria, agricultura, acerca del nivel de la cultura, ilustración, humanización, actividad y de aspiración al mejoramiento. Cada uno de esos trabajos es valioso y merece nuestro agradecimiento.

La primera y más esencial característica de un escritor que transmite el resultado de sus propias observaciones es la voluntad sincera de expresar la verdad.

De manera consecuente, no se permite que ninguna pasión, ninguna opinión preconcebida, ninguna intención egoísta tenga influencia consciente en los reportes o comentarios que emite. Su primer deber es la veracidad y la imparcialidad.

Dado que tenemos el derecho de reivindicar todo lo que sea un requerimiento para llevar a cabo nuestro deber, entonces la franqueza también es un derecho que no se le puede rebatir a ningún escritor de esta clase. Tiene que querer decir la verdad y poder hacerlo.

Según esto, un escritor está completamente justificado para decir todo lo que ha visto sobre un pueblo acerca del cual nos comunica sus observaciones, todo lo bueno y todo lo malo, tanto lo elogiable como lo condenable.

¡El mundo no estaría bien servido con cuadros inexactos, que sólo muestran el lado bello y oscurecen o incluso falsifican el lado defectuoso con descripciones lisonjeras!

¡Nadie puede sentirse ofendido cuando es representado tal y como es! La cortesía, que nos prohíbe mencionarle en público sus defectos a una persona, no es un deber de los escritores, pues ellos tienen la tarea de hablar de las personas, principalmente, o incluso de naciones o Estados sin importar cuán grandes o pequeños sean.

Una nación que exija ser considerada perfecta e irreprochable en todos los aspectos sería injusta y quedaría en ridículo ante los ojos de todo el mundo.

Y tendría que ser completamente irreprochable si un observador razonable no encontrara nada que criticar.  

Los regentes que tienen una percepción adecuada de su dignidad y de su cargo desprecian toda zalamería y saben que quien ha tenido el corazón para decirles las desagradables verdades es una persona honrada.

“El mejor gobernante es aquel cuyo más grande deseo es ser la mejor persona entre su pueblo”.

Y, ciertamente, una persona así no tomará a mal si alguien le da a entender con modestia lo que la posteridad no dudará en decir cuando ya sea demasiado tarde para obtener de ello algún beneficio.

En fin, en tanto que la gente aún tenga la cabeza sobre los hombros, los Rousseaus, los Voltaires y otras personas que tengan influencia sobre el mundo intelectual serán considerados tan creadores de su siglo como los monarcas mismos.

La única cosa que en tales casos demanda la reverencia hacia una nación o comunidad es hablar de sus lados ciegos con expresiones decentes, sin exageración, amargura o malicia, y demostrar la propia imparcialidad haciendo justicia a sus ventajas y a todo lo que merece ser loado.

Para obtener verdadero conocimiento de naciones y épocas es necesario, sobre todo, conocer lo característico y distintivo de cada pueblo.

Por lo general, tales características se expresan con más fuerza en los errores que en la perfección.

A menudo los defectos consisten solamente en un exceso de ciertas características que en su justa medida son dignas de alabanza, igual que, por ejemplo, el exceso de elegancia se convierte en amaneramiento. Hacer notar los errores de esta clase no entraña ofensa de ningún tipo, sino que es una señal que indica dónde se puede mejorar y ser más virtuoso, lo cual merece gratitud.

Un observador imparcial, dotado por la naturaleza de sagacidad y viveza de espíritu, a donde quiera que vaya percibe a los hombres bajo su luz natural en todas sus actividades, sus particularidades, sus excentricidades y su absurdidad. Y sin la menor intención de hacerlo parecer ridículo, se encuentra que no puede evitar reír o sonreír por lo ridículo.

“Bienaventurada la nación que sólo tiene fallas que hacen reír”.

Quien proviene de un gran Estado y llega a otro donde la constitución y el carácter o costumbres nacionales difieren enormemente ―de un Estado militarista a uno que debe su bienestar a la paz y a las artes de la paz, por ejemplo― trae consigo una disposición para notar todas las diferencias que hay entre los dos, precisamente porque estos rasgos son los que le parecen más evidentes. Y de modo natural encontrará agradable comparar y contrastar las características de una y otra.

De la misma manera que no hay objeto que no pueda ser estudiado científicamente por nosotros, los seres humanos, no hay ninguna creencia que no pueda ser iluminada por la Razón para comprobar si es creíble o no; así pues, tampoco hay verdad histórica o práctica que no se pueda poner en entredicho ni declarar ilegal.

Es absurdo pretender que las cosas que saltan a la vista de todo el mundo se conviertan en secretos de Estado, o tomar a mal cuando alguien le dice a todo el mundo lo que cientos de miles de personas ven, escuchan y sienten.

Lo que distingue a los cosmopolitas de otras órdenes secretas es que ellos no tienen ningún secreto que ocultar, y sus principios y opiniones tampoco son secretas.

El mundo entero debe saber cómo piensan, cuáles son sus proyectos y cuáles son los caminos por los que transitan.

¿Qué clase de sabiduría ―preguntan― se puede esperar de los hombres que, haciendo los gestos más solemnes, visten y desvisten muñecos, juegan a la gallina ciega o esconden agujas?  Igual de absurdos resultan los motivos aparentes para limitar arbitrariamente la libertad de prensa, sólo porque algunos ven una supuesta necesidad de hacerlo. Se ha probado de manera irrefutable que la libertad de prensa no puede tener ningún otro límite más que el que se le da a cualquier escritor, librero o editora través del derecho civil y penal.

¡Deben ser considerados como delitos los escritos cuya publicación en cada nación cultivada, sin importar cuán grande sea la libertad personal en la misma, constituya un crimen dada su propia naturaleza!

Es decir, todos los escritos que contengan ofensas directas hacia individuos conocidos o claramente señalados; libros que ya están prohibidos y proscritos por la legislación civil.

Escritos que deliberadamente busquen incitar a la ira y la rebelión contra las autoridades legítimas.

Escritos que deliberadamente agredan la legítima constitución básica del Estado.

Escritos que deliberadamente trabajen para derrocar toda religión, moral y orden civil. Todos esos escritos que en todos los Estados son tan punibles como la alta traición, el robo y el asesinato.

Pero las palabritas “directa” y “deliberadamente” resultan aquí nada menos que ociosas. Es tan esencial que todo lo sancionable de un escrito acusado se base completamente en ellas.

Pues si a un censor o un juez civil se le permitiera juzgar un escrito de acuerdo con sus inferencias, las cuales dependen de su manera de ver las cosas, su opinión particular, de sus prejuicios, de su grado de entendimiento, su conocimiento o ignorancia, sus sentimientos y gustos, etcétera, ¿qué libro estaría seguro ante su condena?

Por experiencia sabemos que en los países donde impera una censura tan arbitraria los libros más sobresalientes son los primeros en ser puestos en el índice de los prohibidos.

(¿Alguna vez han pensado en qué pasaría si las obras de teatro también fueran censuradas? ¿Cuáles serían las que no se podrían representar?)

(La muerte de Danton, El nombre de la rosa, Don Carlos, Guillermo Tell, Ricardo III, La papisa Juana, El vicario, Despertar de primavera, Los bandidos, Las bodas de Fígaro, El fiscal, Macbeth, Marat/Sade, Purgatorio en Ingolstadt, La resistible ascensión de Arturo Ui, Cándido y los incendiarios, Julio César, Michael Kohlhaas, Los versos satánicos, El cántaro roto, La revolución aún no ha terminado…)

Si le dejamos a un juez o a un censor de libros la investigación sobre las obras que son consideradas criminales… no se puede negar que sólo pueden prohibir libros cuyo autor ha cometido un crimen al escribirlos.

Sobre la cuestión de si el contenido de un libro es viejo o nuevo, interesante o insignificante, útil o pernicioso, si su autor ha razonado bien o mal no hay mejor juez que el público.

Mucho menos puede un libro ser suprimido violentamente bajo ningún pretexto sin violar derechos esenciales de la República de las Letras.

Las ciencias, la literatura y el arte de la impresión de libros, la más noble y útil de todas las invenciones desde la escritura alfabética, no pertenecen a este o aquel Estado, sino a la totalidad del género humano.

Bienaventurado el pueblo que sabe apreciar su valor, que las incorpora, las cultiva, las estimula, las protege y las deja crecer y vivir en libertad, su elemento natural.

Dado que ningún tribunal humano tiene el derecho de decidir de acuerdo a su arbitrio cuánta luz debemos recibir, entonces cada individuo sin excepción ―desde Sócrates o Kant hasta cualquier sastre o zapatero inusitadamente ilustrado― está autorizado para iluminar a la humanidad tanto como sea capaz y su buen o mal espíritu lo impulsen a ello. 

¿Quién tiene derecho a ilustrar a la humanidad?

¡Quien pueda hacerlo!

Ilustración es tener el conocimiento necesario para poder distinguir lo verdadero de lo falso, siempre, y en cualquier lugar. Todos los objetos de nuestro conocimiento son acontecimientos reales, o bien, ideas, conceptos, juicios y opiniones. Los acontecimientos son iluminados cuando un investigador imparcial indaga hasta quedar satisfecho si sucedieron y cómo sucedieron. No hay otro medio para aminorar la gran masa de errores e ilusiones nocivas que oscurecen el entendimiento humano más que éste.

¿Gracias a qué consecuencias se reconoce la verdad de la Ilustración?

La reconoceremos si continúa creciendo el número de personas que piensan, investigan, están ávidas de la luz del conocimiento, particularmente dentro de la clase de gente que más tiene que ganar con el oscurantismo opuesto a la Ilustración.

No me gusta pensar mal de mi prójimo, pero debo confesar que la cuestión de la seguridad de las herramientas de la Ilustración, que tanto preocupa a quienes nos discuten, puede hacerme dudar de su integridad aun en contra de mi voluntad. ¿Quizás se preguntan si hay cosas dignas de admiración que no puedan resistir la iluminación? No, no queremos pensar que su entendimiento es tan exiguo.

Pero quizás lleguen a decir que hay casos en donde mucha luz es perjudicial y que sólo podemos dejarla entrar poco a poco y con precaución.

Muy bien. Sólo que este no es el caso de la Ilustración, cuyo efecto sirve para distinguir lo falso de lo verdadero, por lo menos en Alemania. Pues nuestra nación no es totalmente ciega.

Sería una burla y una vergüenza si, después de pasar trescientos años tratando de acostumbrarnos poco a poco a cierto grado de iluminación, no pudiéramos ser capaces de resistir la plena luz del sol.

Es completamente palpable que sólo se trata de los subterfugios de la buena gente, que sus razones tiene para no querer estar rodeada por la luz.

Díganme, ¿tengo razón? ¿Qué le parece, señor vecino de largas orejas?

El asunto se puede contemplar desde cualquier ángulo que uno elija, de cualquier manera resultará que la sociedad humana corre infinitamente menos peligro con esta libertad que si la iluminación del pensamiento y de los actos humanos son tratados como un monopolio o como una cuestión exclusivamente interna.

De entre todos los pueblos, es la nación alemana la que tiene mejores razones para erigirse en defensora de la libertad de prensa.

Ella, en cuyo seno se originó la invención de la tipografía, y poco después fue usada libremente por hombres valientes para liberar a media Europa de la tiranía de la corte romana, para afirmar los derechos de la Razón contra antiquísimos prejuicios y para sacar de su letargo milenario al independiente espíritu de indagación que poco a poco ha irradiado una luz benéfica sobre todos los objetos del conocimiento humano.

Sería una calamidad tener que abandonar nuestras propias buenas acciones, detener el progreso de las ciencias justo cuando marchan con más vigor y poner límites artificiales a la Ilustración, a la que tanto debemos agradecer. Sería una desgracia limitarla, pues en virtud de la propia naturaleza del espíritu humano la Ilustración es tan ilimitada como la perfección que la humanidad puede y debe alcanzar con ayuda de ella.

Por libertad, a la que todos los seres humanos tienen igual derecho, entiendo:

La emancipación de la violencia arbitraria y la opresión.

A todos los miembros del Estado se les imponen la misma obligación de acatar las leyes de la Razón.

El irrestricto uso de todas nuestras fuerzas, sin ningún tipo de impedimento.

Libertad de pensamiento, libertad de prensa, libertad de consciencia en todo lo que concierne a la creencia en un ser superior y su devoción. Una libertad sin la cual los seres humanos, en tanto que son seres dotados de Razón, no podrían alcanzar el objetivo de su existencia.

Una libertad que no sólo está garantizada por la constitución básica de un Estado, sino una libertad, para cuyo buen uso esté preparada la gente gracias a la educación.

Tenemos el derecho de saber todo lo que nos sea posible saber.

                                                Fin.

            Introducción a la lectura de Wieland

                           “¡Prensa! ¿Libertad?”

Damas y caballeros,

Quince periodistas asesinados; ciento sesenta periodistas, activistas en línea y periodistas ciudadanos en prisión. El “barómetro de la libertad de prensa” de la asociación “Reporteros sin fronteras”, después de sólo dos meses y medio, muestra un balance atemorizante para 2015.

Seres humanos están siendo asesinados, personas que se han dado a la tarea de luchar por la libertad de pensamiento e informarnos sobre los acontecimientos del mundo, clasificándolos y comentándolos ―inclusive de manera satírica―.

Ocho de estos quince periodistas trabajaban para la revista satírica francesa “Charlie Hebdo”. El ataque de los terroristas islámicos a sus oficinas de redacción en París el siete de enero causó indignación y horror en el mundo entero.

Un ataque que también mostró cuán frágil es un derecho fundamental consagrado en nuestras constituciones occidentales: la libertad de prensa. Un derecho fundamental que muchos jóvenes de este país dan por sentado, tan es así que apenas se detienen a pensar en él. Un derecho fundamental que, sin embargo, tiene que ser defendido a diario; tal como lo evidenció el atentado de París, todos los días hay que combatir por él.

Cuando Cornelia Sikora me preguntó el otoño pasado que si estaba dispuesto a ofrecer algunas palabras en la lectura de hoy, ninguno de los dos estaba consciente de la actualidad que dramáticamente adquiriría este tema: la libertad de prensa. Posiblemente hubiéramos tenido una agradable velada; nos hubiéramos recostado a escuchar las sabias ideas de Christoph Martin Wieland acerca de la libertad de opinión y de prensa, y nos hubiéramos contentado  pensando que todo por lo que él luchó e hizo campaña a finales del siglo XVIII es natural para nosotros en el siglo XXI.

Las semanas pasadas, desde el inicio del año, han demostrado que no es así. Los derechos y deberes de los escritores, tal como los formuló el cosmopolita Christoph Martin Wieland, el ciudadano del mundo, son tan actuales hoy como en la época de su nacimiento, el Siglo de las Luces.

Wieland considera la libertad de prensa como un derecho humano. El hombre, en su calidad de ser racional, tiene derecho a la verdad y al conocimiento. Éstas constituyen el fundamento sobre el cual se erigen la cultura e Ilustración de la mayoría de los pueblos europeos. Si no existiera esta libertad, la ignorancia, la estupidez, la superstición y el despotismo pronto volverían a ganar el terreno perdido. Análogamente, esta es la esencia de lo que Wieland escribió en 1785 en su revista “El Mercurio alemán”, la publicación más longeva y más ampliamente difundida del siglo XVIII.

No lo hizo sin una razón particular. Wieland mismo fue víctima de la censura y la quema de libros. Mucho de lo que nosotros, redactores y periodistas, hemos aprendido en el transcurso de nuestra formación, en lo que concierne a los principios que rigen nuestra actividad cotidiana, Wieland, nuestro casi colega, ya nos lo había revelado hace doscientos treinta años.  

Así pues, los escritores tienen que mirar los eventos y temas desde diferentes perspectivas para evitar tener una idea parcial. Deben tener la voluntad sincera de expresar la verdad. Con esto, Wieland se refería a que el escritor no debe ceder ante ninguna pasión, ninguna opinión preconcebida, ningún interés personal. La veracidad y la imparcialidad son los deberes supremos.

No obstante, él también formuló restricciones. De manera que la libertad de prensa y de pensamiento no debe ofender a nadie ni atacar a la autoridad ni convocar a una revolución. 

En retrospectiva, con lo que sabemos del siglo pasado, podríamos poner en duda esta última limitación. De otra manera aún habría una cortina de hierro situada en medio de Europa. La crítica a los sistemas existentes ―incluso a través de la prensa― ha contribuido a que hoy en día disfrutemos de una Europa libre e ilustrada.

El llamado de Wieland a que la prensa no sea utilizada para insultar personalmente a ninguna persona me parece, sin embargo, más actual hoy que nunca. Muy a menudo, en el acelerado mundo de los medios, la noticia se queda detrás de la persona. Sólo si se muestra el lado humano ―tal como reza el credo de los artífices de los medios― las noticias tienen todavía oportunidad de ser leídas, oídas o vistas. No es necesario contarles que algunos medios tienen la predilección por excederse en sus objetivos. Con la ayuda del internet y las redes sociales, las personas son puestas en ridículo tan rápido que no alcanzan a reaccionar.  

En la era digital cada ciudadano es un periodista y puede crear una víctima de los medios ―de manera anónima en caso de dudas―. La difusión de afirmaciones y acusaciones es aún menos controlable y reversible que en los tiempos de la prensa “sólo” escrita y su limitado rango de acción.  Lo que se escribe una vez, en estos días es permanentemente accesible ―en todo el mundo, además― y difícilmente puede borrarse.

De modo que algunos miembros de la prensa ni siquiera se molestan en investigar con limpieza, sino que se sirven irresponsablemente de lo que otro medio digital les ofrece como hecho aparente. En la carrera por ser el más rápido o el más escandaloso, no hay tiempo para verificar las aseveraciones. Y en el peor de los casos la realidad es aún menos espectacular que el supuesto escándalo. Fiel al lema: “No investigaré hasta el punto en que yo mismo destruya mi linda historia”.

Lo que necesitamos además de libertad de prensa, que nos protege de la censura y de las presiones externas, es tener una prensa responsable, ahora más que nunca. 

Ya mencioné a los quince periodistas asesinados a principios de este año. ¿Son posibles en Alemania tales actos de violencia? Hace un año probablemente hubiera dicho que no. Pero desde que los autoproclamados salvadores de la patria y los teóricos de la conspiración han salido a las calles desfilando entre gritos de “prensa mentirosa”, se ha reforzado la impresión que tengo de que cada periodista que critique su visión simplista del mundo corre peligro de convertirse en una diana.

Un ejemplo de ello son los extremistas de derecha que a principios de año intentaron intimidar a un reportero crítico al distribuir un falso obituario con su nombre. Son estos casos los que regularmente conducen a la indignación y hacen que los políticos, en sus discursos dominicales, invoquen el bien supremo de la libertad de prensa.

Por otra parte, escuchamos muy poco acerca de las batallas por la libertad de prensa en las redacciones alemanas. Porque esto sucede de un modo mucho más sutil: cada periodista profesional en Alemania tiene más de un colaborador de relaciones públicas. Éstos tratan de colocar en la redacción los mensajes e intereses de sus clientes políticos o económicos.

Hace mucho que ya no se trata de publicidad encubierta o propaganda, lo cual sería fácilmente identificable. Las relaciones públicas, desde el siglo pasado, se han desarrollado como un negocio lucrativo que, de la misma manera, emplea a periodistas profesionales que saben a qué carnadas recurren sus colegas en la prensa escrita, el radio o la televisión. Lo que quiero decir es que, en una empresa informativa cada vez más presionada por el tiempo y los costos, es cada vez más difícil para los escritores distinguir entre las relaciones públicas bien hechas y lo que es verdaderamente relevante. A veces, cuando tienen dudas, recurren al material sin verificar porque es más fácil y más rápido.

Ante esta situación, bien puedo imaginarme a Christoph Martin Wieland en su postura de redactor en el siglo XXI. Con los derechos y deberes que dio a los escritores de la década de 1780, sin duda sería un buen consejero para todos los escritores de hoy.

Por eso, querido colega Wieland, te cedo la palabra.

¡Muchas gracias!